Al principio, todo es misterio. Las certezas de un bebé se reducen a un olor, si acaso algún sonido. Arranca, pues, la mayor de las investigaciones: la vida. Sus propias manos, una jirafita que silba, otros señores pequeños, una galleta oculta en un cajón: cada día arroja nuevas incógnitas. Poco a poco, el asunto incluso se complica: aparecen rabia, amistad, tristeza, amor. El caso no para de enredarse, pero los minúsculos inspectores nunca se rinden. Lo sabe cualquier familia. Y lo tiene cada vez más claro la literatura: las estanterías ofrecen cada semana una miríada de enigmas inéditos a los lectores más jóvenes. Del robo de un bocadillo o un balón pinchado, hasta asesinatos: hay intrigas para detectives con pañal, pero también con pavo. Libros para disfrutar y detenerse a reflexionar. Para concentrarse en los indicios, en lugar de las pantallas. Y para alimentar, de paso, la pregunta favorita de la infancia y la juventud: “¿Por qué?”.
Cada semana invaden las estanterías nuevos libros que plantean misterios, enigmas o casos policíacos para inspectores de todas las edades
Al principio, todo es misterio. Las certezas de un bebé se reducen a un olor, si acaso algún sonido. Arranca, pues, la mayor de las investigaciones: la vida. Sus propias manos, una jirafita que silba, otros señores pequeños, una galleta oculta en un cajón: cada día arroja nuevas incógnitas. Poco a poco, el asunto incluso se complica: aparecen rabia, amistad, tristeza, amor. El caso no para de enredarse, pero los minúsculos inspectores nunca se rinden. Lo sabe cualquier familia. Y lo tiene cada vez más claro la literatura: las estanterías ofrecen cada semana una miríada de enigmas inéditos a los lectores más jóvenes. Del robo de un bocadillo o un balón pinchado, hasta asesinatos: hay intrigas para detectives con pañal, pero también con pavo. Libros para disfrutar y detenerse a reflexionar. Para concentrarse en los indicios, en lugar de las pantallas. Y para alimentar, de paso, la pregunta favorita de la infancia y la juventud: “¿Por qué?”.
“El misterio en la literatura infantil siempre ha sido uno de los grandes temas, pero tiene épocas de mayor auge, y estamos en una”, destaca Laia Zamarrón, Directora Literaria de Nube de Tinta y los departamentos infantiles y juveniles de Alfaguara y Salamandra. No hace falta una lupa para verlo: bastar con mirar alrededor. Es más, el largo bum de la novela negra para adultos, el renovado triunfo de Agatha Christie, el auge de series como Stranger Things y Lupin y los llamados true-crime, ola difusión de tantas escape rooms sugieren que la fascinación por los arcanos es general. En los viejos tiempos de Sherlock Holmes, y en los actuales de Sherlock Tópez, la saga de Rocío Antón, Lola Núñez y Lucía Serrano sobre un animalillo con gabardina que edita Edelvives. He aquí una pista para empezar a explicar el fenómeno. Al fin y al cabo, “el primer paso de toda investigación que se precie es hacer un resumen de los datos preliminares”, como se lee en El sábado que no fue sábado (Edebé), de Inés Díaz Arriero, ilustrado por AtOLOnia, donde una pandilla de amigos monta una agencia para buscar al perrito Thor.
Todos los entrevistados ven otro indicio en el especial afán adivino de los más pequeños. “Tienen una sed de conocimiento espectacular y una curiosidad sin límites. Con estos libros deseamos satisfacerlas y estimularlos para que las mantengan, se hagan preguntas y piensen de manera creativa y crítica”, resumen Gemma Sanjuan, editora de Zahorí. Su sello empieza muy pronto el reclutamiento: Mini enigmas, de Víctor Escandell, ofrece adivinanzas sobre el mar o la Navidad al alcance de comisarios de dos años. También gracias a espejos, solapas y demás trucos de Primero de investigador. Bastan unos meses más de vida para lanzarse A la caza de los Reyes Magos (de Robert García y Emma S. Varela, en Pijama Books). O para solucionar Los casos del inspector Drilo (NubeOcho), de Susanna Isern, ilustrado por Mónica Carretero: se trata de averiguar en el “emocionómetro” cómo se siente el animal protagonista de cada episodio. Y lectores algo más mayores pueden acudir al Manual para espías (Flamboyant) de Daniel Nesquens y Oyemathias, para aprender enseñanzas como: “No des nada por hecho”. Útil para la vida, pero también para seguir leyendo.
Porque, a medida que la edad avanza, crecen las opciones pero también la dificultad de los casos: cómics como los de Olivia Wolf (NubeOcho), de José Fragoso; historias con dibujos y distintas tipografías, como Los cazamisterios (Alfaguara), de Patricia García Rojo, ilustrado por Damián Zain; el regreso de libros al estilo Elige tu aventura, como los que escribe Jacobo Sánchez-Feijóo; o novelas negras como las sagas Club secreto de detectives (Alma), de Robin Stevens, o Asesinato para principiantes (Cross Books), de Holly Jackson, que incluyen amenazas, cadáveres y cierta oscuridad. Obras prácticamente adultas por extensión o dureza del suceso.
“Tratamos cada vez más a los niños como figuras que pueden romperse con nada. Comprendo y apoyo que ciertos temas son ‘de adultos’: un asesinato gore, o un crimen con sexo, drogas y corrupción. No obstante, estamos llegando a un extremo cursi. Hubo editoriales que me censuraron palabras como ‘pis’ o ‘culo’. Es importante preparar a un niño al mundo que verá. El resto es hacerle más daño”, tercia Feijóo, también autor de sagas de misterios como Colmillos o Misión. “Se puede escribir para jóvenes sobre cualquier tema: muerte, sexualidad, violencia. Solo es necesario adoptar el tratamiento que les sea adecuado”, insiste Jean-Claude Mourlevat, autor de Jefferson (ilustrado por Antoine Ronzon, en Nórdica), policíaco sobre un erizo acusado de “tejonocidio” en la primera de sus dos entregas.
En la novela de debut, se describe una escena en un matadero que el propio escritor considera “dura”. Por eso, en lugar de contarla directamente, pone al cerdo Gilbert, amigo del protagonista, a narrarla. “Siento la responsabilidad de mantener al lector seguro. Y que los casos sean suficientemente extravagantes como para ofrecer algo de escapismo. Intento apelar a la curiosidad de los niños, pero también hacerles saber que al final todo estará bien”, agrega Alasdair Beckett King, que volcó sus propios sueños juveniles rotos en la serie de Montgomery Bonbon (Bambú).
Cuando el escritor, con 11 años, le planteó a su padre que quería ser detective, el progenitor le respondió que no era oficio para esa edad. Justo lo mismo que le contestan a la chiquilla de sus libros. Tanto que se ve obligada a ponerse bigote e identidad de señor sesudo para que los mayores la tomen en serio y la dejen trabajar en paz. “A Bonnie le encantaba resolver misterios, le encantaba encontrar pistas y, sobre todo, le encantaba decirles a los adultos qué hacer”, se lee en la primera entrega, Asesinato en el museo. A saber cuántos adolescentes se sentirán identificados.
Porque los protagonistas de estas obras no comparten solo edad con sus lectores. También demuestran talento, madurez e independencia, pese al escepticismo y la incomprensión. Nadie apostaría porque una matona y un niño raro (Eka y Vasarely, de Pedro Riera, ilustrado por Ángel Trigo, en Edebé) sepan investigar nada. Ni mucho menos resolverlo. La eterna lucha diaria de la infancia y la juventud. Cuántas veces los libros saben entenderlo mejor que papá o mamá. Hoy igual que hace décadas, cuando surgieron clásicos como El Gran Iván, de Marjorie Weinman —que crio a millones de sabuesos desde los seis años en Reino Unido y Blackie Books traerá a España en febrero de 2025—, oEl superdetective Blomkvist, célebre trilogía de Astrid Lindgren que Kókinos ha recuperado en castellano. “Al sentirte protagonista y ser el responsable de solucionar un misterio, ¡tu autoestima aumenta!”, destaca Gemma Sanjuan.
Aunque todo gran inspector necesita casos a la altura de su ingenio. “Que sean interesantes. Que formen parte de la vida. Que sea necesario resolverlos. Que puedas conseguirlo con lo que tienes alrededor, con la ayuda de los tuyos, ya sean tus padres, amigos o tu perro… Se trata de confiar en ti y saber utilizar tus ojos, orejas, manos y pensamientos”, describe Marta Jarque, creadora de Daniel, pequeño detective que a lo largo de tres libros (Combel, ilustrados por Daniel Jiménez, a partir de seis años) descubre quién se llevó su bocata o descifra una incomprensible nota de su madre. Además, Laia Zamarrón cree que las intrigas infantiles precisan otro pilar: “El elemento nuevo siempre se compensa con un extra de familiaridad que da tranquilidad, a través de una estructura narrativa repetitiva o lugares confortables a los que volver”.
En general, editores y autores entrevistados coinciden en la importancia de que el misterio resulte realista o, al menos, verosímil. Y que su resolución se antoje posible, racional. “Creo que muchos empiezan a sentir que el mundo es un lugar caótico y confuso. ¡Los misterios nos enseñan que quizá podamos dar sentido a nuestras vidas! Nos dan la esperanza de que podemos aplicar nuestras mentes y encontrar una respuesta a los problemas a los que nos enfrentamos cada día”, defiende G. T. Karber, inventor del superventas Murdle (Temas de hoy), libros que contienen decenas de acertijos y exigen armarse de paciencia, lógica y lápiz, con ecos del Cluedo y el sudoku.
La necesidad de recurrir a notas y libretas, en realidad, genera discrepancias. Hay quien cree que suma y quien destaca el riesgo de trocear la lectura y su magia. Pero exprimirse los sesos, ya sea por escrito o dentro de la cabeza, sí resulta condición imprescindible. “Un libro pone al mando al lector. Con los misterios —y la comedia— se espera que asuma parte del trabajo”, sostiene Alasdair Beckett-King. Feijóo sugiere que las pistas no deben ser muy obvias, pero tampoco ilegibles. Mourlevan y Zamarrón defienden libros “agiles”, no demasiado densos o exigentes. Muchas publicaciones incluyen, además, actividades y adivinanzas relacionadas con la trama. Para prolongar la experiencia, y también para reforzar la necesidad de una lectura pausada y activa. “Exige silencio y pausa, inmersión, concentración, que es el quid para estudiar (o investigar) cualquier dilema”, considera Feijóo. Frente al creciente poder seductor de móviles y tabletas, los libros infantiles y juveniles de intriga despliegan su propia fuerza adictiva.
Hasta el punto, por otro lado, de suscitar a su vez interrogantes: ¿termina importando más el enigma que la calidad literaria? La respuesta, por supuesto, depende de cada libro y lector. Pero habrá escritores que se extrañen ante el éxito sin autor de Cluedle (HarperKids): 50 enigmas en la línea de Murdle,firmados por el inspector ficticio Hartigan Browne, inventado por los editores. Una reciente nota de prensa del grupo Planeta también daba pie a cierto asombro: informaba del“fenómeno editorial de los libros para leer en el baño, con más de 100.000 lectores en España y 10 ediciones” ya acumuladas para Crímenes y misterios para resolver mientras haces caca, de M. Diane Vogt. Y la sed de enigmas ha contagiado hasta a un joven Federico García Lorca, que pide ayuda a la poesía para solucionar El misterio de los relojes parados (Luna Bruna, en Duomo).
Hay, en definitiva, misterios de sobra para cualquier edad y gusto. Si acaso, ¿demasiados? “El sector quiere vender poniendo precios de productos manufacturados pero que exigen elaboración artesanal. Y eso es incompatible. ¿Por qué apostaron las editoriales? Por inundar el mercado con sus títulos para destacar frente a los de su competencia. Quieren estar por todas partes. La consecuencia lógica es que el libro vende por marketing. Ni por calidad ni por enigma planteado”, lamenta Feijóo. Aunque, según la editora de Zahorí Gemma Sanjuan, este misterio es el más fácil de resolver: “A los niños no se les engaña, ¡son los lectores más exigentes! Si un libro no es de calidad, no se vende sencillamente porque no les gusta”. Imposible colarles algo a tan expertos detectives. Caso cerrado.
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